De los tres, destaco el último. Este:
La objetividad existe. Sé perfectamente, porque llevo más de quince años enseñando a jóvenes como ustedes, que lo primero que les dicen en las aulas de al lado a los muchachos cuando llegan, tiernos, es que la objetividad no existe. No creáis. Los muchachos, cuando el profesor les dice esto, la verdad es que se muestran aliviados, porque nunca son excesivamente trabajadores y piensan: “Bueno, si la objetividad no existe, un trabajo menos”.
Bien, existe. Existe como la verdad, que también existe, ciertamente. Es sorprendente, pero existe la verdad. Y existe la capacidad de explicar el mundo con independencia de las convicciones personales. La objetividad no es nada más que eso. Nuestra capacidad de narrar el mundo con independencia de lo que pensemos sobre él. Si yo creyera que la objetividad no existe, evidentemente no me habría hecho periodista. Si me he hecho periodista es porque en los nudos de esta profesión hay un instante extraordinario, de una gran conmoción intelectual, interior, que es cuando en la descripción de un hecho que afecta a tus convicciones más profundas y de un hecho que las perturba y que incluso las pone a los pies de los caballos, el periodista debe admitir que el hecho está siempre muy por encima de sus opiniones. Y ese es un momento duro, de sacrificio, pero también ilusionante y hermoso.
Si la objetividad no existiera, si la verdad no existiera, si Roma no hubiese vencido a Cartago y no al revés, si Alemania no hubiese invadido a Checoslovaquia y no al revés, si Santiago no fuera Santiago y ustedes no estuvieran aquí, evidentemente el edificio conceptual y moral de nuestro oficio se resquebrajaría. Pueden, y deben, explicar la verdad de los hechos. Existe.
Es cierto que a veces sobre ella sólo podemos tender a aproximaciones, hipótesis, pero en cualquier caso sabemos perfectamente y hemos de aprender a ello, a distinguir entre lo que es y lo que no es. Y creo que este es el consejo fundamental que yo puedo darles en esta hora.