Para mi, en Occidente y en el siglo XXI, la única independencia política moralmente aceptable es la que corresponde a los individuos, a los ciudadanos solidarios de las democracias modernas. No quiero que mi independencia personal quede presa entre nuevas fronteras, aunque sean las fronteras de mi tribu, ni que un nuevo leviatán, un nuevo gran hermano, vele por mi identidad. No quiero volver al primitivismo político que entiende el Estado como una emanación inevitable de la biología, de la tierra o de la tradición y la leyenda. Sólo concibo, como mal menor, la creación de nuevos estados como último recurso para la supervivencia física de grupos humanos víctimas de genocidio o persecución política, como fue el caso de los judíos o más recientemente el de los kosovares.
En sociedades democráticas basadas en el Estado de derecho y la igualdad ante la ley, la idea de secesión para crear un estado-nación propio es fruto de un delirio romántico. De ese romanticismo que resquebrajó, no sólo la unidad conceptual del mundo helenístico y cristiano, sino también la universalidad de las ideas fundamentales de la Ilustración. La gran revolución, la gran ruptura con el pensamiento milenario europeo, no la produjo ni el Renacimiento ni la Ilustración sino, como dijo Berlin, el romanticismo. Un romanticismo que despreció la razón y sacralizó la emoción, que enalteció la voluntad del individuo como un valor en sí mismo al margen de que sus acciones fuesen buenas o malas, y que encontró en la leyenda y no en la historia las raíces de los pueblos y de las gentes, las identidades latentes, las almas dormidas, las creencias ancestrales, los totems y los mitos perdidos en la noche de los tiempos. El romanticismo fragmentó el yo, fragmentó la tierra, fragmentó Europa hasta niveles casi prehistóricos. Europa dejó de ser la finca de unos cuantos grandes imperios para convertirse en un archipiélago de minifundios políticos.
Ese ataque a la linea de flotación del racionalismo europeo tuvo muchas consecuencias. Impregnó de arrebato y violencia las revueltas sociales del siglo XIX y enardeció de orgullo y excepcionalismo a los estados y las naciones que nacieron o se reconstruyeron un siglo después. Esa embriaguez, esa furia desatada del destino de los pueblos, estalló en 1914 con la Primera Guerra Mundial, una contienda que sumió a Europa en el abismo de la violencia nacionalista moderna. Una violencia que ocasionó millones de muertos y que sólo se desactivó después de la Segunda Guerra Mundial gracias, no a nuevas utopías, sino al retorno a la razón. La razón de la democracia y la superación de los estados nacionales.
Consecuentemente, Europa inició un proceso para desarmar -que no erradicar- las identidades; situó al individuo, a la persona, como único sujeto de los derechos políticos por encima de tribus, estados o grupos; defendió los derechos de las minorías; compartió el carbón y el acero, abrió las puertas a un mercado único, abrió progresivamente sus fronteras interiores y se dotó de una moneda común que sustituyó a las monedas nacionales.
Pero los errores en el proceso de construcción europea, la crisis económica y la globalización han disparado el repliegue de muchos ciudadanos europeos hacia lo que les parece seguro: lo próximo. Y ese repliegue en lo propio, enquistado y latente desde mucho antes de la crisis, ha sido capitalizado por un nacionalismo resucitado. Se habla mucho de populismo y de extrema-derecha, pero en realidad, hoy por hoy, lo que amenaza el proceso de integración europea no es el fascismo sino el nacionalismo, ya sea de rostro amable o de aliento repugnante. El euroescepticismo no es otra cosa que nacionalismo. El Frente Nacional francés no es un partido neonazi o de extrema derecha, es sobre todo un partido nacionalista, chovinista, puro y duro. El UKIP no es tampoco un partido de extrema derecha sino un rancio partido nacionalista británico. De la misma manera, CiU no es un partido de extrema derecha sino un partido nacionalista que ahora quiere la independencia de Cataluña. CiU quiso ser liberal, pero su deriva nacional-independentista la ha llevado a plantearse abandonar el grupo liberal europeo para integrarse en el grupo de los euroescépticos, que es en realidad dónde debería estar.
Las cosas, pues, están cada vez más claras. El gran problema de Europa vuelve a ser el nacionalismo. El nacionalismo de aquéllos que quieren destruir la UE, de los que no quieren desarmar ni compartir su estado, de los que quieren crear nuevos estados independientes como panacea para todos los problemas políticos, económicos y sociales. De ese tropel que marcha hacia el reforzamiento de los estados y la creación de otros nuevos, de los que corren hacia ese nuevo rapto de Europa por las naciones, no quiero saber nada. En 1957, en Roma, seis países del Oeste de Europa iniciaron la abdicación de sus independencias nacionales para dar paso a la independencia de los ciudadanos europeos en una Europa unida. Esa y no otra es mi independencia.