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Independencia se ha convertido en la palabra talismán que debe resolver todos los problemas de Cataluña, al igual que en los años sesenta era la palabra Revolución, o en la Alemania de los treinta, Judío. Conceptos simples y simplistas que, sin querer equipararlos, sirven para identificar un culpable de todos los males e imponer la buena nueva redentora.
Pero, más allá de la magia de las palabras, la independencia de territorios que forman parte de estados miembros de la Unión Europea -todos ellos estados democráticos de derecho- no tiene ninguna justificación política racional. La independencia o secesión pueden estar justificadas en territorios bajo ocupación colonial o en situación de genocidio étnico, pero en el actual contexto europeo no es más que un delirio romántico que marcha justo en dirección contraria al espíritu europeísta, que no es otro que la erradicación del nacionalismo y la asunción de una ciudadanía europea común que, vertebrando el inmenso archipiélago de identidades del continente, haga imposible otra gran guerra.
Desde la caída del Muro de Berlín, el proyecto europeo se ha visto confrontado abiertamente a dos tendencias contrapuestas. Por un lado, la que insistía en la profundización previa de la unión. Por otra, la que, reticente a la pérdida de poder de los estados nacionales que hasta entonces era exclusiva del escepticismo británico, priorizaba la ampliación a las nuevas y viejas naciones del centro y el este de Europa.
Como suele ser habitual en la UE, en lugar de racionalizar las prioridades se optó por la vía salomónica de contentar a todos y hacerlo todo a la vez. Por un lado, se precipitó la unión monetaria cuando todavía no todos reunían las condiciones necesarias para hacerla, como hemos descubierto ahora dramáticamente. Por otro lado, se abrieron las puertas a nuevos estados miembros, pero sin haber reformado a fondo la arquitectura institucional de la Unión para hacerla operativa, ágil, eficiente y representativa.
De este modo, la UE se ha ampliado a 27 Estados miembros, cifra que podría llegar a 35 en un futuro más o menos lejano. No en vano, desde 1990 en Europa se han constituido 14 nuevos estados, algunos de los cuales ya lo habían sido y otros no (Lituania, Letonia, Estonia, Bielorrusia, Macedonia, Eslovenia, Moldavia, Croacia, Ucrania, Bosnia y Herzegovina, Chequia , Eslovaquia, Montenegro y Kosovo).
En este contexto, los líderes políticos de Cataluña, Escocia o Flandes manifiestan que aspiran también a convertir sus comunidades en nuevos estados europeos. Aspiración a la que -¿por qué no?- se podrían sumar en el futuro los nacionalismos bretón, corso, occitano, padano, sardo, tirolés, silesiano, prusiano, galés, istrio, magiar, ilirio o bávaro, conformando así un gigantesco y laberíntico rompecabezas político, étnico e institucional totalmente en las antípodas del proyecto de unidad europea.
¿Por qué? ¿Por qué la concepción fundacional de la Unión Europea, entendida como un proceso de supresión progresiva de barreras y de poderes estatales, está siendo debilitada por la recuperación de identidades nacionales (reales o imaginarias) con el fin de constituir nuevos estados soberanos de corto alcance ? ¿Es que alguien puede creer que el proyecto europeo puede sobrevivir a la creación de nuevos estados-nación que, lógicamente, querrán ejercer al máximo posible su estrenada soberanía, tal y como ocurre en gran medida con los estados que provienen del antiguo bloque soviético?
Algunas de las respuestas que se han dado a estas preguntas apuntan a que se trata de una reacción pasajera a la globalización, al rechazo a una construcción europea elitista, burocrática e insuficientemente democrática o al trauma de la experiencia soviética. Respuestas que seguramente no les son ajenas pero que resultan totalmente insuficientes para explicar la fuerza y profundidad que están adquiriendo los movimientos identitarios, inequívocamente nacionalistas, así como toda una multitud de movimientos "alternativos" al sistema industrial, científico-técnico y representativo vigente.
Una respuesta más convincente es que se trata de algo más elaborado que una simple reacción a los problemas del momento. Que se trata, en realidad, de la expansión y arraigo de una concepción del mundo, de la vida, la moral y la sociedad, esencialmente romántica. Una especie de ideología neorromántica transversal que, por una parte, tiende a llenar el vacío cosmogónico, moral y sentimental dejado por el naufragio del comunismo y que, por otra, procura ofrecer remedios ancestrales al malestar que provocan en una ciudadanía infantilizada las inevitables limitaciones temporales del conocimiento científico y la formalidad de las instituciones de la democracia deliberativa. Un romanticismo que revaloriza todo lo que es casero y desconfía del universalismo y que exalta la voluntad personal y política por encima de la norma y del derecho.
Este renacimiento del espíritu romántico no es cosa de hace cuatro días. Reaparece públicamente hace cincuenta años, veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, a través de los movimientos hippies y contraculturales de la década de los años sesenta y setenta. El retorno a la naturaleza y a las arcadias felices, la búsqueda de las patrias perdidas, el rechazo de la sociedad industrial y de las democracias representativas o la exaltación de la espontaneidad son la semilla que se injertaran en todos los movimientos alternativos posteriores, desde los movimientos identitaristas, étnicos o culturales, al ecologismo político y otros movimientos antisistema y antiglobalización.
Desde el punto de vista político, que es lo que aquí nos interesa, el neorromanticismo -en línea con el célebre jurista nazi Carl Smith- proclama que no pueden existir límites a la voluntad soberana del pueblo. Que en una auténtica democracia no puede existir nada por encima de esta voluntad mayoritaria, ni derechos naturales ni constitucionales que la condicionen. La democracia, la política, es el Estado total. Una concepción que choca frontalmente con la de las democracias liberales que, justo al contrario, se fundamentan precisamente en la limitación de todos los poderes y especialmente del poder de la mayoría, que es el único poder aceptado en las Constituciones modernas.
Para el neorromántico, la democracia es un fin en sí misma y no simplemente un medio para cambiar los gobiernos sin violencia. Para las democracias liberales la finalidad básica del poder político es garantizar los derechos y libertades de las personas para que puedan vivir, no como quiere la mayoría, sino como quieran y deseen ellas mismas (en un convento, en una comuna de amor libre, un kibutz, una comunidad rural y de trueque, en un loft con pareja de hecho o en un casa pareada con familia heterosexual e indisoluble), en la medida que esto les sea posible y siempre y cuando no quieran imponer a los demás su modelo de vida.
De estas dos concepciones del poder, la política y la democracia, la del neorromanticismo es la que ha asumido el nacionalismo catalán conservador, después de décadas de interesada ambigüedad. La voluntad del pueblo -real o supuesta- está por encima de todo: de la ley, del Estatuto, de la Constitución o de los Tratados Europeos. No hay reglas del juego que valgan o que haya que respetar. Se debe tomar el atajo.
Aunque está por ver que hará a la hora de la verdad, esta deriva exaltada del nacionalismo conservador es muy peligrosa. Y lo es por muchas razones, pero sobre todo porque pretende legitimar entre los ciudadanos la idea de que la bondad del fin justifica los medios, aunque sean ilegales. Una idea tan romántica como totalitaria.